jueves, 28 de abril de 2011

"Prince of Ayodhya" (2)

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Cuando pinté "Prince..." , busqué reproducir los exhuberantes y vívidos colores de la iconografía popular del arte religioso hindú, tonos saturados y abigarrados que parecen vibrar con vida propia, y nos llevan de la desvaída realidad a la dimensión multicolor de los mitos.

When I painted "Prince...", I sought to reproduce the exhuberant, vivid colours of the popular iconography of Hindu religious art, saturated, rich hues which vibrate with a life of their own, and which remove us from drab reality to a the rainbow dimension of myths.





















Todas las imágenes son copyright de Enrique Alcatena

miércoles, 20 de abril de 2011

"Prince of Ayodhya"

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Algunas páginas de "Prince of Ayodhya", el primer volumen de la adaptación al comic del Ramayana, con guión del escritor indio Ashok Banker, que ha publicado Penguin India en aquel país. Basado en la excelente novelización del poema épico que realizara Banker, "Prince..." sería el primero de seis libros.

Some pages of "Prince of Ayodhya", the first volume of a comics adaptation of the Ramayana, written by Indian author Ashok Banker, and published by Penguin India for the Indian market. Based on the excellent novelization of the epic poem made by Banker, "Prince..." is the first of six books.
















Todas las imágenes son copyright de Enrique Alcatena

martes, 12 de abril de 2011

La Edad de Plata fue de Oro

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El concepto de una Edad de Oro nos llega desde la antigüedad clásica, y tan subyugante es que la cultura occidental no ha conseguido sustraerse a él desde entonces. Hesíodo fue el primero, allá por el siglo VII a.C., en hablar de ella, en sus "Trabajos y Días", como de una época luminosa y primigenia, regida por el dios Cronos, en la que los hombres eran inmortales y virtuosos, y vivían en feliz armonía. Pero, como todo, esa utopía acabó cuando Zeus destronó a su padre Cronos, dando así comienzo a la Edad de Plata, menos idílica que la anterior. Desde entonces, se han sucedido otras eras, cada una menos lustrosa, más cerril, que la anterior; así la humanidad ha pasado de la de Plata a la de Bronce, de ésta a la Heroica (que cantara Homero en sus epopeyas), y por último, a la infame Edad de Hierro en la que aún vivimos. La misma idea, la caída del hombre desde un pasado sublime, aparece en Platón, en Ovidio y sus Metamorfosis, en Virgilio y sus Geórgicas, y ha sido un tema recurrente de las artes, sobre todo las pictóricas, desde el Renacimiento en adelante.





Es llamativo que encontremos el mismo concepto de ciclos de progresiva degradación no sólo en la cultura grecorromana, sino diseminado por todo el orbe, desde los "soles" de las civilizaciones precolombinas mexicanas a los "yugas" de la India védica, lo que habla claramente de un arquetipo atávico profundamente arraigado en la psiquis humana, en el "spiritus mundi" del que hablaba W. B. Yeats, inspirándose en la tradición hermética esotérica. "Todo tiempo pasado fue mejor", reza el dicho popular; y permítasenos otro lugar común, pero no por eso menos elocuente: "los únicos paraísos son los paraísos perdidos". A primera vista, esta farragosa introducción mitológica podrá parecer pretenciosa y divorciada del tema que nos convoca, que no es otro que celebrar un período del cómic norteamericano muy bien delimitado cronológicamente, y el desarrollo que el género de superhéroes tuvo en el mismo. Pero creemos que es válida; primero, porque las expresiones "Edad de Oro del Cómic" o "Edad de Plata del Cómic" son universalmente aceptadas tanto por los seguidores como por los artistas y estudiosos del cómic en los Estados Unidos de América; segundo, porque, en cierta medida, en realidad no estamos haciendo otra cosa que hablar de mitología. En este caso, no de aquella urdida por Grecia y Roma, y que ha inspirado a los creadores más notables de Occidente, desde Joyce a Goya, de Racine a Velázquez, de Debussy a Shakespeare; sino de una más modesta quizás, a veces ramplona, pero que abreva en la misma sed por lo maravilloso. Al fin de cuentas, el pensamiento mítico es una de las facultades más poéticas y profundas de nuestra mente, y traducir el universo que nos rodea en símbolos potentes y sobrecogedores, un acto de la imaginación que ya realizaban los pintores de las cuevas de Altamira. El mismo acto, natural, seguramente inconsciente, llevado a cabo por Siegel y Shuster cuando concibieron a Superman, o cuando Bob Kane hizo lo propio con Batman, en la segunda mitad de la década del ‘30, inaugurando... la Edad de Oro.














No es la intención de esta diatriba subestimar el legado de la "Golden Age". Fue en ese período, que según los especialistas va desde fines de los años ‘30 hasta principios de los ‘50, que el comic-book se consagró como medio y objeto de consumo, complementando a la más prestigiosa (y redituable, para los autores) comic-strip. La gramática básica de la revista de historietas americana fue definida en esos años, también, así como el predominio del género superheroico. Predominio que de ninguna manera eclipsó a otros géneros que también contaban con el apoyo del público lector, mayoritariamente infantil, como el western, el humorístico, el romántico, el detectivesco, etc.





Pero, más allá de lo entrañables que eran los "mystery men", de los innegables destellos de originalidad y vigor expresivo, la casi totalidad de la producción de esa década está signada por cierta crudeza gráfica, una narrativa elemental y fórmulas repetitivas (con las notables excepciones del Plastic Man de Jack Cole, el Spirit de Will Eisner y, en menor medida, del Captain America de Joe Simon y Jack Kirby y el Captain Marvel de Bill Parker y C.C. Beck). Este reinado de personajes superpoderosos y encapotados naufragó a principios de los ‘50. De la hecatombe sólo sobrevivieron, a duras penas y muy deslucidos, los mascarones de proa de DC Comics, Superman, Batman y Wonder Woman.





Fueron años aciagos para el género, y para la historieta en general: el macartismo y la caza de brujas también se habían cernido sobre el medio, y tampoco ayudó la campaña de desprestigio que emprendió el bien intencionado pero nefasto Fredric Wertham, quien denunció, en su libro "La seducción del inocente", el efecto pernicioso de los modernos medios de comunicación, y particularmente de los cómics, sobre la conducta de los niños, y su directa relación con el incremento de la delincuencia juvenil. Esto motivó la creación de una comisión de investigación del Congreso estadounidense contra la industria del cómic, y la eventual formación del Comics Code, organismo de contralor y censura del material publicado. Los vilipendiados enmascarados languidecieron durante esos tiempos de oprobio, y salvo los tres emblemáticos personajes a los que hicimos referencia, el consenso era que sólo se había tratado de una moda pasajera. Pero las modas van y vienen, sobre todo cuando se conjugan las circunstancias favorables, el azar, y algún que otro visionario talentoso.


















Quizá el término de "visionario talentoso" suene demasiado ampuloso si lo aplicamos a uno de los editores más notables de esos años, pero si a alguien le cabe, es a Julius Schwartz. Editor de pulp-magazines, uno de los fundadores del "fandom" de la ciencia-ficción, agente y representante de escritores del género, algunos de los cuales después desarrollaron una ilustre carrera, como Ray Bradbury o Alfred Bester, este hombre del Bronx dio el puntapié inicial, un poco por casualidad, a la Edad de Plata. A mediados de los ‘50 DC Comics, un tanto a la deriva como todas las compañías que publicaban historietas, estrenó un título, "Showcase", en el que se presentaban nuevos personajes: la idea era que, de resultar exitosos, éstos serían después promovidos a su propio título. Ninguno había obtenido, hasta el momento, mayor reconocimiento, pero esto cambió dramáticamente en octubre de 1956, cuando, luego de una charla editorial en la que, según se cuenta, los participantes se habían devanado los sesos tratando de adivinar qué concepto concitaría el esquivo y caprichoso gusto de los lectores, alguien tuvo la peregrina idea de resucitar a los superhéroes. A falta de mejores alternativas, se decidió hacer el intento.





Se escogió como conejillo de Indias a uno de los viejos personajes de los ‘40, que en su momento había sido bastante popular, pero modernizándolo radicalmente. Robert Kanigher fue el encargado de escribir el guión, y Carmine Infantino de rediseñar el personaje e ilustrar la historia. Así fue que un nuevo Flash irrumpió, como un rayo rojo y amarillo, en la portada de "Showcase" # 4. Nadie lo supo entonces, pero la Edad de Plata de los Superhéroes había comenzado. Una crónica detallada de la historia del período en cuestión queda fuera de los marcos de este ensayo. Nos interesa más detenernos en los contenidos y la contribución de los escritores, artistas y editores que pilotearon este renacimiento del superhombre, y que inevitablemente reflejaba las tendencias sociales y culturales de la época. Y DC Comics fue el protagonista indiscutible del momento, al menos, en el lapso que va desde el ‘56 hasta los dos o tres primeros años de la década siguiente, cuando tuvo que empezar a competir con un advenedizo imparable: Marvel Comics. De todos modos, DC se erigió en una verdadera usina de personajes y conceptos que deleitó a toda una generación de niños, e incluso a unos cuantos lectores de más edad que supieron apreciar el ingenio, y muchas veces la brillantez artesanal, de los que hacían gala muchos de sus relatos. A Flash siguieron unos nuevos Green Lantern, Atom, Hawkman y la Justice League of America, en las que descollaron artistas y escritores que definieron un "estilo de la casa": clásico pero aggiornado, pulido y accesible. Lejos habían quedado la estética ruda y los argumentos muchas veces derivados de la serie negra de la Edad de Oro. Los héroes de aquella época se habían debatido en un mundo en guerra, violento y sin orden, que todavía acusaba las cicatrices de la Depresión: fue su tarea incesante batallar contra las fuerzas del Mal (encarnadas por las potencias del Eje) que amenazaban con anonadar el imperio de la Ley, que como no podía ser de otra manera, estaba del lado de los aliados.






















Otro era ahora el panorama. El "baby boom", la bonanza económica, la carrera espacial, a caballo del desarrollo científico, abrían las puertas a las expectativas de un futuro luminoso y optimista. Los nuevos héroes garantizaban la supremacía del orden y el statu quo; las fuerzas del mal se redujeron a excéntricos maleantes obsesionados con algún tema dominante que los individualizara (baste para ilustrar este rasgo pintoresco un paseo por la "galería de villanos" de Flash: Mirror Master, Captain Cold, Heat Wave, the Weather Wizard, the Top, etc.). Las contiendas entre el paladín y su nefando adversario tenían el encanto de un ballet hábilmente coreografiado, rocambolesco pero nunca sórdido. Al ambiente "noir" de Gotham City se contrapuso la fantasía urbanística de Central City, donde Flash corría (valga la humorada) sus aventuras. Como escribimos en un artículo sobre el modernista y refinado arte de Carmine Infantino, se trataba de "una metrópolis de anchas avenidas, serenos parques y delgados rascacielos allá lejos, sobre el horizonte, más allá de infinitas explanadas, una luminosa y armoniosa utopía a la Frank Lloyd Wright o al estilo de la Brasilia de Oscar Niemeyer" .



























Es interesante también, para ilustrar las diferencias entre las Edades de Oro y Plata, el tratamiento que recibió el nuevo avatar de Green Lantern. El personaje original de los ‘40 empleaba para combatir al crimen un anillo que cargaba en una misteriosa linterna de origen mágico; su encarnación de 1959 era, sugestivamente, agente de una fuerza policial intergaláctica cuyo anillo derivaba su energía de una "batería de poder", producto de una avanzada tecnología extraterrestre. No era casual que Julius Schwartz, responsable también del relanzamiento del Gladiador Esmeralda, fuera un ínclito fan de la ciencia-ficción. Pero, a tono con la época, no era su interpretación de la misma pesimista y apocalíptica, sino una imbuida por la fe en el progreso basado en un nuevo Iluminismo científico.





















¿Y qué podemos decir de los adalides paradigmáticos de la compañía? Es habitual, entre los puristas seguidores del Hombre Murciélago, denostar el giro que las andanzas del vigilante creado por el controvertido Bob Kane tomaron por esa época. (Nota: Bob Kane las firmaba, pero rara vez las dibujaba; de hecho, durante décadas éstas habían sido realizadas por una legión de dibujantes fantasma, como Jerry Robinson, Dick Sprang, Sheldon Moldoff, etc., cuyos nombres no aparecieron nunca en los créditos). Amenazas interplanetarias, monstruos, villanos cada vez más estrambóticos, transformaciones rayanas en el absurdo (Batman cebra, Batman infante, Batman genio de la lámpara, etc.), Ace el Batiperro, Bat-Mite, el duende interdimensional... Es entendible que los fieles a la imagen original del personaje, típico justiciero de la "pulp-fiction", renieguen de esta suerte de lúdico descontrol que parecía haber poseído a los responsables de la publicación. Hasta llegó hablarse de cancelar todos los títulos de Batman (cosa difícil de creer hoy en día), pero entonces llegó Schwartz, el editor estrella, a reemplazar al desorientado Jack Schiff , y encargó a su dibujante estrella, Infantino, repetir el milagro que había conseguido con Flash; el "New Look" de 1964 puso fin al delirio y, al devolver al Caballero Oscuro su índole detectivesca, impidió que zozobrara en la ignominia. Como Infantino no podía hacerse cargo del dibujo de todos los números, Kane (mejor dicho, su equipo) tuvo que seguir, con dudosos resultados, el estilo del artista favorito de Schwartz. A pesar de todo, confesamos sin vergüenza una admiración profunda por aquellas historias disparatadas de la era Schiff, por su profusa y casi surrealista inventiva, signos también de la época.
















El caso de Superman es diferente. En nuestra opinión, las mejores historias del Hombre de Acero, las que establecieron el canon del personaje, fueron realizadas por ese entonces. Y hablar de la apoteosis de Superman en esos años es hablar, inevitablemente, de su editor, el inefable Mort Weisinger. Es verdad que contó con escritores de fuste como Otto Binder, el mismo Jerry Siegel, Leo Dorfman y Edmond Hamilton, entre otros, y artistas de la talla de Wayne Boring, Kurt Schaffenberger y Curt Swan (para muchos, EL dibujante de Superman), pero siempre fue la suya la mente directriz , suya la visión que compendiaba la labor de su equipo. Tiránico, iracundo, pendenciero y arrogante, según sus detractores, pero también apasionado y totalmente comprometido con su menester editorial, Weisinger brindó al superhombre enseña de DC Comics una mitología compleja y fascinante, un fastuoso contexto épico e intimista a la vez, una constelación de personajes secundarios y conceptos imaginativos, que nadie pudo jamás igualar. Reveló una dimensión trágica y paradójicamente humana de Superman hasta entonces muy poco explotada, al hacer hincapié en su esencial orfandad: el recuerdo del destruido e irrecuperable Kryptón, que nuestro héroe añora en vano, y su abnegada dedicación como protector de su planeta adoptivo. El agridulce, muchas veces melancólico, tono de esos relatos era irresistible:






























Y el despliegue de ingenio y fantasía continuó aparentemente inagotable con una plétora de personajes. Adam Strange, una space opera escrita por el veterano Gardner Fox e ilustrada por ese maestro del diseño, la composición y la línea que era Carmine Infantino; Metal Men, de Kanigher y el tándem Ross Andru-Mike Esposito; Metamorpho, de Bob Haney y Ramona Fradon, una de las pocas mujeres que trabajó en este medio fundamentalmente machista... La lista es larga, pero es interesante destacar un título en particular, porque introdujo una inesperada nota discordante, y que revela, de manera inequívoca, que los tiempos estaban cambiando, como cantaba Bob Dylan por aquellos mismos años. El soleado optimismo de fines de los ‘50 estaba poco a poco dando paso a una nueva era de compromiso y transformación: el movimiento por los derechos civiles, la tensión ante la escalada de la Guerra Fría, y la concientización política y social de la juventud eran algunos de sus signos.. El asesinato de Kennedy puso fin a la edad de la inocencia, y el conflicto armado en el sudeste asiático prometía dividir a la nación, pues ya no todos los estadounidenses estaban convencidos de que Dios y la razón estaban de su lado. La contracultura avanzaba, la protesta ganaba los ánimos, los Beatles traían desparpajo y color para contrarrestar los grises nubarrones que se cerraban sobre un mundo expectante.




Quizás porque todo eso estaba en el aire, la Doom Patrol no transmitía esa reconfortante complacencia que campeaba en los títulos de DC Comics. Editada por Murray Boltinoff, escrita por Arnold Drake y dibujada por Bruno Premiani (artista de origen italiano, pero que vivió y falleció en nuestro país), la Doom Patrol estaba integrada por fenómenos rechazados por la sociedad, a la que sin embargo se dedicaron a defender de las amenazas más extravagantes y turbadoras. Muy lejos estaban de conformar el ideal superheroico encarnado en Green Lantern o Flash, y tal vez por eso DC no supo muy bien qué hacer con ellos. A medida que nos adentramos en la década del ‘60, es un tanto patético y risible comprobar cómo la compañía trataba de mantenerse a tono con la "nueva ola" y fallaba consistentemente. Mucho tuvo que ver en esto, paradójicamente, el éxito descomunal que tuvo la serie televisiva de Batman, que benefició a la empresa por un lado, pero por otro, erigió al disparate kitsch como fórmula dominante. El público infantil no se hizo demasiado problema, pero no se había tenido en cuenta a una nueva franja de lectores, aquellos que estaban entrando a la adolescencia pero se resistían a abandonar a los personajes que habían deleitado su niñez. Sentían que no los estaban tomando en serio y optaron por pasarse al bando del que había sido un competidor menor de la DC, pero que amenazaba con disputarle la corona cuando menos se lo esperase.



























Marvel Comics empezó muy modestamente; comparada con el emporio de DC, era una compañía de segunda (o tercera, o cuarta) línea, con un futuro más que incierto. Se decía que su dueño, Martin Goodman, no se decidía a cerrarla de una vez por todas porque no quería dejar sin empleo a su editor, un sobrino de su esposa, Stanley Leiber, más conocido por su seudónimo, Stan Lee. Si bien muchos le negarían la calidad de "visionario talentoso" a Schwartz, muchos más aún se lo negarían a Lee, y preferirían calificarlo de "oportunista afortunado".











Como no podía pagar escritores, el mismo Lee era el guionista del puñado de títulos que publicaba, y que versaban sobre monstruos, alienígenas y vaqueros. Eso sí, Lee contaba con dos dibujantes de excepción, Jack Kirby y Steve Ditko, pero tan idiosincrásicos que sus estilos no se amoldaban a la línea prístina y realista de DC en boga por entonces, y que establecía la norma de lo que se consideraba "buen dibujo". Por eso habían recalado en Marvel, que no se podía permitir tales remilgos. Pero muy pronto DC sentiría lo mismo que deben haber experimentado en la discográfica británica Decca, aquella que se dio el lujo de rechazar a cierto cuarteto de Liverpool al que no le veía futuro. Cuenta la leyenda que, ante el éxito de la Justice League, Goodman le sugirió a Lee que creara un grupo de superhéroes. Lee llamó a Kirby, que algo sabía del asunto: al fin y al cabo, había sido el creador del Capitán América, y a la hora de narrar gráficamente una historia de acción, pocos podían comparársele.


Así fue que, en noviembre de 1961, apareció el primer número de Fantastic Four, y nada volvería a ser como antes. Es cierto que al principio no era aquella verdadera obra maestra del género en la que se convertiría en pocos años, pero también es innegable que ya se distinguía del resto. Los cuatro astronautas que a causa de una exposición a los "rayos cósmicos" adquieren extraños poderes no se dedicarían tanto a frustrar robos de banco y perseguir criminales como a explorar lo desconocido, y en el proceso defender a la humanidad de las amenazas más extremas y extraordinarias. No sólo eso: a diferencia de los muchas veces unidimensionales y esquemáticos personajes de DC Comics, los Cuatro Fantásticos no eran de cartón pintado, sino individuos creíbles, con rasgos de personalidad distintivos y complejos, por supuesto, dentro de los parámetros usuales del medio y del género. Kirby aportaba su visceralidad gráfica, su desbordante fuerza expresiva y su pasión incontenible; Lee, el humor, la frescura y cierto entrañable descaro.










La colaboración entre estos dos hombres tan diferentes, pero que tan bien se complementaban, no se detuvo en Fantastic Four, sino que siguió adelante con Hulk, Avengers, Iron Man, Thor (su otra obra magna, junto a Los Cuatro Fantásticos), X-Men, Nick Fury Agent of Shield, y la resurrección de Captain America, como si Marvel tratara de acortar , con la velocidad de una locomotora, la ventaja que le llevaba DC. Y luego, con Steve Ditko (al que Lee admiraba aún más que a Kirby), llegó Spiderman, que marcó un antes y un después en la forma de contar aventuras de superhéroes. Nada de anodino o trillado había en este paladín tan poco convencional, que en la "vida real" era un atribulado adolescente que atravesaba las cuitas propias de su edad y vivía con su tía viuda: los lectores fueron incapaces de hacer otra cosa que empatizar inmediatamente con él. Cuando se ponía la máscara, las inseguridades quedaban atrás, y el Hombre Araña se revelaba como un verborrágico bromista que no se tomaba demasiado en serio.




El talento de Lee para los diálogos chispeantes, el melodrama y la caracterización dotaban a este título de un atractivo inédito, pero era el dibujo de Ditko el que realizaba el sortilegio (como quedó demostrado cuando, luego de su partida de Marvel, tomó la posta el eficaz pero convencional John Romita). Naturalista y caricaturesco a la vez, bordeando el expresionismo más inquietante, el dibujo de Ditko nada tenía que ver con el sobrio y sofisticado clasicismo de la DC, y de una manera aún más sutil y sui generis que la de Kirby. En muchos sentidos, Ditko era un artista más complejo, con una imaginación más extraña, que la del autor de Los Cuatro Fantásticos.


















Fue en la otra serie que realizó, también junto a Lee, que esto quedó prodigiosamente plasmado. Nos referimos a Dr. Strange, un mago que no se enfrentaba a villanos coloridamente disfrazados, sino a entidades sobrenaturales y terrores nigrománticos. Alguna vez escribimos: "...pronto la serie devendrá en aventuras totalmente alejadas de los clichés, que se desarrollarán en dimensiones no-euclidianas y surreales universos paralelos. [...] En vez de recurrir al vocabulario típico del género sobrenatural (brumas, esqueletos, sombras, árboles secos y retorcidos, castillos sombríos), Ditko opta por un lenguaje basado en lo geométrico y cuasi-abstracto, en un austero diseño a veces minimalista y jamás barroco[. No] busca atraer la atención del lector sobre su capacidad como dibujante o la indiscutible originalidad de su concepción. Ambas están, para él, al servicio de la historia, válidas sólo si contribuyen al movimiento de la narración. Lo que Ditko hace es historieta pura. [...] No es de extrañar que Dr. Strange se volviera uno de los iconos de la cultura hippie y el flower power: el carácter iniciático de sus andanzas, el tono surrealista y alucinatorio de las historias, sintonizaban plenamente con una generación que se embarcaba en la odisea psicodélica del LSD. Jefferson Airplane dio un concierto en San Francisco al que llamaron ‘Tributo a Dr. Strange’, Pink Floyd lo incluyó entre las imágenes de la cubierta de "A Saucerful of Secrets", del ‘68; Tom Wolfe lo menciona en su libro sobre el novelista y profeta del LSD Ken Kesey, "The Electric Kool-Aid Acid Test", y Marc Bolan de T-Rex en "Mambo Sun"; el mismo Kesey, autor de "One Flew Over the Cuckoo’s Nest", se confesaba fan del personaje... Y pensar que Ditko, un señor conservador de mediana edad, era el creador de este símbolo pop, no deja de causar gracia.





















Mientras tanto, se estaba gestando una de las evoluciones estilísticas más asombrosas en la historia del cómic. Ya cerca de los cincuenta, cuando la mayoría de los artistas se encuentran más o menos confortables en el grado de competencia que han conseguido, Kirby se reinventó a sí mismo. Aspectos de su trazo que siempre habían estado allí de manera latente, de pronto estallaron en un hiperbólico despliegue de monumentalidad y fuerza arrolladora, frente al cual nadie podía permanecer indiferente. Una reinterpretación de la anatomía humana que descartaba olímpicamente cualquier guiño al academicismo; el uso del escorzo llevado al límite; una fantasía aparentemente inagotable puesta al servicio del diseño de tecnología, escenarios y personajes de talla mítica... Es por todo eso que se suele incluir a Kirby entre los grandes dibujantes de historietas de todos los tiempos, y no sólo entre los que se dedicaron al género de superhéroes.



























Marvel estaba en camino de consagrarse como el titán de la industria. Lamentablemente, los dos artistas cuya obra había cimentado esa grandeza se alejaron de la editorial. Diferencias de opinión respecto al tratamiento de los personajes, y puntos de vista políticos y existenciales irreconciliables, fueron las razones de la ruptura entre Ditko y Lee. El resentimiento fue lo que alejó a Kirby: sentía que se le negaba el crédito que consideraba su derecho, y que según él, acaparaba desvergonzadamente el más extrovertido y mediático Lee. Stan Lee ha tenido mala prensa, y se suele minimizar su aporte en la obra que produjo con Kirby y Ditko, para muchos las verdaderas fuentes inspiradoras detrás de Fantastic Four, Thor o Spiderman. Pero basta ver lo que estos artistas realizaron en obras posteriores, en las que se hicieron cargo tanto del guión como del dibujo, y la ausencia de Lee se hace notar. El maniqueísmo dogmático de Ditko y el exabrupto desaforado de Kirby como escritores demuestran cuán fundamental y distintivo era el toque que Lee había contribuido.












El fin de los ‘60 trajo aparejado cierto agotamiento creativo y perplejidad: no quedaría otra opción que explorar nuevos caminos. Lo que no se percibía del todo aún era que si bien había indicios de que el boom de los superhéroes estaba llegando a su fin, los otros géneros, tan populares en otras épocas, desde el western al romántico, desde el de "animales parlantes" al horror, no daban señales de vitalidad, y continuarían en una espiral descendente. Para bien o para mal, y a pesar de la pérdida de vigor, los superhéroes continuarían dominando el firmamento del cómic, un firmamento, eso sí, que se iría estrechando cada vez más. El género ganaría lectores más leales y devotos, lectores que permanecerían fieles a sus adalides aún en la adultez en muchos casos, pero cuyo número nunca sería tan ingente como el de las huestes de niños, y hasta preadolescentes, que habían sido sus naturales destinatarios. La pérdida del público infantil, o por lo menos el descuido del que ha sido objeto, explican la larga agonía de la historieta de superhéroes. Hasta hoy, Marvel y DC siguen subsistiendo gracias a los conceptos y personajes gestados en la Edad de Plata. No es que haya sido malo todo lo que vino después: ahí tenemos al Dark Knight de Frank Miller (en nuestra opinión, un poco sobrevalorado), y Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons... Pero, en su gran mayoría, se trata de material derivativo. .






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Esto es comprensible. Los editores, guionistas y dibujantes de hoy en día se criaron leyendo los cómics de la Edad de Plata y aquellos, más deslucidos, que vinieron después. Alguna vez fueron fans, y en cierta medida buscan recrear el placer que experimentaron de niños al leerlos, y se limitan a jugar con los juguetes que les fueron legados. Schwartz, Lee, Weisinger, Kirby, Infantino, Ditko, todos ellos fogueados profesionales y no "fanboys" glorificados, siguieron sus instintos, porque estaban fabricando sus propios juguetes; los modelos de la Edad de Oro eran demasiado primitivos y toscos como para que les sirvieran a la hora de salir al ruedo. Habrá que esperar una nueva generación que revolucione el género como lo hicieron aquellos hombres; pero si nos atenemos a lo cantado por Hesíodo siete siglos y 1.955 años antes de "Showcase" # 4, cada era es peor que la anterior, así que no nos hagamos demasiadas ilusiones. Sin embargo, la historia del cómic parecería desmentir al venerable griego pues, digámoslo de una vez, la Edad de Plata le gana por varios cuerpos a la de Oro; quizás nos llevemos una sorpresa









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